martes, 29 de enero de 2013

FEDERICO GARCIA LORCA

Poema - Viñetas flamencas - Federico García Lorca



Poema

" Viñetas flamencas "
Federico García Lorca




A Manuel Torres
"Niño de Jerez"
que tiene tronco de faraón


Retrato de Silverio Franconeti

Entre italiano
y flamenco,
¿cómo cantaría
aquel Silverio?
La densa miel de Italia
con el limón nuestro,
iba en el hondo llanto
del siguiriyero.
Su grito fue terrible.
Los viejos
dicen que se erizaban
los cabellos,
y se abría el azogue
de los espejos.
Pasaba por los tonos
sin romperlos.
Y fue un creador
y un jardinero.
Un creador de glorietas
para el silencio.
Ahora su melodía
duerme con los ecos.
Definitiva y pura
¡Con los últimos ecos!



Juan Breva

Juan Breva tenía
cuerpo de gigante
y voz de niña.
Nada como su trino.
Era la misma
pena cantando
detrás de una sonrisa.
Evoca los limonares
de Málaga la dormida,
y hay en su llanto dejos
de sal marina.
Como Homero cantó
ciego. Su voz tenía,
algo de mar sin luz
y naranja exprimida.



Café cantante

Lámparas de cristal
y espejos verdes.
Sobre el tablado oscuro,
la Parrala sostiene
una conversación
con la muerte.
La llama
no viene,
y la vuelve a llamar.
Las gentes
aspiran los sollozos.
Y en los espejos verdes,
largas colas de seda
se mueven.




Lamentación de la muerte

A Miguel Benítez

Sobre el cielo negro,
culebrinas amarillas.
Vine a este mundo con ojos
y me voy sin ellos.
¡Señor del mayor dolor!
Y luego,
un velón y una manta
en el suelo.
Quise llegar a donde
llegaron los buenos.
¡Y he llegado, Dios mío!...
Pero luego,
un velón y una manta
en el suelo.
Limoncito amarillo,
limonero.
Echad los limoncitos
al viento.
¡Ya lo sabéis!... Porque luego,
luego,
un velón y una manta
en el suelo.
Sobre el cielo negro,
culebrinas amarillas.



Conjuro

La mano crispada
como una Medusa
ciega el ojo doliente
del candil.
As de bastos.
Tijeras en cruz.
Sobre el humo blanco
del incienso, tiene
algo de topo y
mariposa indecisa.
As de bastos.
Tijeras en cruz.
Aprieta un corazón
invisible, ¿la veis?
Un corazón
reflejado en el viento.
As de bastos.
Tijeras en cruz.


Memento

Cuando yo me muera
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.
Cuando yo me muera,
entre los naranjos
y la hierbabuena.
Cuando yo me muera,
enterradme, si queréis,
en una veleta.

federico
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federico
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publica una carta inédita y desconocida que nos muestra al Lorca más cercano. Escrita en su época de la Residencia de Estudiantes, se duele de la perdida de un familiar, y, por ejemplo, muestra lo que él pensaba de un arte como la música, que no era ni mucho menos un divertimento, sino algo fundamental en la formación de los seres humanos.
Queridísimos padres y hermanos:
No os podéis imaginar la gran impresión que me ha causado la noticia de la muerte de la pobre tía Rosario ¡qué lástima! A tío Luis le he escrito una carta diciéndole que tiene que animarse pues la vida sigue y no se puede uno detener en la mitad del camino. Me dan gran pena él y Doña Amadora tan dulce y tan desgraciada pues los hijos aunque estén ahora desesperados tienen mucha vida por delante, ¡pero ellos!......
Estuve un día en cama pues me produjo la noticia una gran impresión, ya estoy gracias a Dios tranquilo y yo espero que vosotros lo estaréis igualmente. Que no hablen delante de Isabelita de estas cosas y que cuando esté ella no estéis tristes pues es una niña y no está bien que pudiendo le deis ratos tristes y amargos. Papá que gracias a Dios está mejor es necesario que no se impresione demasiado y se distraiga ¡no hay más remedio! Tenemos una familia muy larga y hay que echar calma, no hay mas remedio.
Yo sé que vosotros habéis sufrido bastante porque la cosa no es para menos pero ahora hay que normalizar la vida.
La carta que me escribió Paquito fue un terrible mal rato para mi pues todas las noticias eran imponentes. He estado tristísimo y lo estoy aunque ya naturalmente sereno.
Don Alberto el presidente de la Residencia quiere que me quede estas navidades aquí para ayudar en muchos asuntos pero yo le he dicho nada porque se que vosotros me necesitaís….pero por Dios os suplico que no os pongáis muy tristes cuando vaya.
Me iré enseguida enviadme el dinero del tren y enseguida me marcho.
Mi libro esta entregado.
Escribidme enseguida.
Adiós besos a todos y abrazos a todos de vuestro Federico
¿Cómo sigue Mercedes?
Espero que las niñas continuarán su lección de piano no incurráis en la barbaridad de suspenderla y considerar la música como una diversión.

Agustín Penón y William Layton.

Agustín Penón y William Payton


Terminada la Guerra Civil española, el escritor catalán Agustín Penón y el director teatral William Layton pasaron sus vacaciones recorriendo algunos países de Europa. Penón decidió entonces viajar en solitario  a Barcelona, su ciudad natal, de la que su familia se había visto obligada a exiliarse. Desde allí se trasladó a Granada para investigar los detalles de la muerte de Federico García Lorca, poeta al que se dice que admiraba profundamente.

 Agustín Penón, sospechoso de trabajar para la C.I.A.
Agustín Penón, sospechoso de trabajar para la C.I.A.
Cuando llegó a la capital andaluza descubrió que se había mentido sobre la fecha en la que se dijo oficialmente que Lorca había sido fusilado. Según los datos oficiales, Federico fue pasado por las armas horas después de su detención. Sin embargo, testigos con los que pudo entrevistarse afirmaban que vivió un día o dos más en cautiverio. Inició investigaciones sobre cómo pudieron desarrollarse los hechos, que dejará reflejadas en sus escritos. Estos serán publicados después de su muerte repentina en Costa Rica (1976
A pesar de las barreras de silencio que imponía el miedo a la dictadura triunfante consiguió algunas declaraciones de personas que participaron o tuvieron relación directa con la detención y ejecución de García Lorca. Pronto empezó a resultar una presencia molesta al régimen, siendo acusado de ser un espía o pertenecer a la C.I.A norteamericana, por lo que se vio forzado a abandonar el país, cesando en sus averiguaciones(1956). No obstante, consiguió llevarse consigo algunos documentos de importancia trascendental, como el certificado de defunción del poeta y algunas obras inéditas, entre las que se encontraba la composición “Buddha”.
Agustín Penón en la fosa donde se cree que está enterrado García Lorca.
Agustín Penón en la fosa en la que podría estar enterrado Lorca

Gerald Brenan y Claude Couffonn también investigaron el crimen fascista. Tanto ellos como el periodista Eduardo Molina Fajardo (director entonces del periódico granadino “Patria”) afirmaron que la detención la llevó a cabo Ramón Ruiz Alonso por orden del comandante Valdés, responsable militar de Granada y en la que intervino el teniente coronel de la guardia civil Velasco. Velasco fue el encargado de leer la orden de detención a Federico García Lorca. El hecho se produjo en la casa de la familia Rosales, unos amigos falangistas de Federico en la que éste se había refugiado.
Penón legó los papeles que se llevó de España a William Layton, que a su vez los cedió al hispanista Ian Gibson (1980) bajo contrato temporal, para que escribiera un libro sobre la documentación recogida. En al año 1990 Gibson escribió "Diario de una búsqueda lorquiana" con parte de esa documentación. Transcurridos diez años sin que el proyecto pudiera llegar a realizarse, y extinguido el contrato con Gibson, Layton solicitó que le fueran devueltos los archivos, lo que sucedió en el año 1991. Por expresa voluntad del heredero de Penón, fueron entregados a la escritora Marta Osorio, actual propietaria y depositaria de los mismos. Tras doce años de investigación sobre los mismos, publicó en el año 2009  "Miedo, olvido y fantasía".
El manuscrito del poema “Buddha”, que se encontraba en el famoso maletín de Penón, fue subastado por la casa Durán el 20 de febrero de 1995 y adquirido por el Ministerio de Cultura a instancias de la Casa Museo Federico García Lorca en Fuentevaqueros, perteneciente a la Excelentísima Diputación de Granada, pasando a ser propiedad del Ministerio. Esta institución emitió una edición facsímil de 500 ejemplares, que fueron distribuidos entre  distintas asociaciones lorquianas, que se han convertido en piezas de valor inestimable para bibliófilos




Portada de la edición del poema "Buddha"


"BUDDHA", el poema inédito.

Cuartilla 1ª del poema" Buddha" de Federico García Lorca.
 
Manuscrito del poema "Buddha". Cuartilla 1

El palacio en sombra
Enseña brumoso sus oros bruñidos
La cálida noche derrite sus tules
Entre las estrellas rojizas y azules.
Lloran los chacales en junglas perdidos.
En el estanque lotos sangrientos
Lirios de agua, palmas, umbrías
En los jardines altas palmeras
Se inclinan lánguidas y severas
Acompasando sus melodías
Dulces magnolias majestuosas
Dan su fragancia sobre las cosas.
Noche de luna. Raro consuelo.
Arturo llora su luz de cielo
Flores, divinas... Piedras, preciosas.
(FALTA UNA CUARTILLA)
Cuartilla 3ª del poema" Buddha" de Federico García Lorca.
Manuscrito del poema "Buddha". Cuartilla 3 (falta la nº 2)
 
Abriole la puerta de calma infinita
después esfumose. Siddhartha medita.
Una voz celeste suave musita
"Tú eres Tathagatha, puro, sin igual".
En fondos dorados entre rosas blancas
Lució sus encantos la diosa Verdad
El iluminado quedose hierático
Aspirando triste un perfume enigmático
Que manaba lento de la eternidad.
El cuerpo sin alma subió al aposento
Yashodara y el niño dormían
Siddhartha sintió un agobio violento
Corazones en sombras yacían...
Grave palpitaba el firmamento.
Se arrancó la flecha que le lanzó Mara
Traspasando salió de la estancia
Dulce el corazón se durmió en la fragancia
Que la luz del cielo le dejara.
 
Cuartilla 4ª del poema" Buddha" de Federico García Lorca.
Manuscrito del poema "Buddha". Cuartilla 4
 
Y marchó con la Bienaventuranza
Siddhartha solloza. El palacio lejano
Enseña entre ramas sus oros bruñidos
La cálida noche derrite sus tules
Entre las estrellas rojizas y azules.
Lloran los chacales en junglas perdidos.
 

zoom

En vez de heredar un reloj, Nicolás Antonio Fernández recibió unas Obras completas de Federico García Lorca, una fotografía del poeta y un par de ejemplares de la revista Gallo. El legado lo custodiaba su tío abuelo, Enrique Mateos Almoguera, quien murió en 1975 soltero y sin hijos. Y aquí, con apenas 12 años, comenzó su búsqueda lorquiana que culmina esta tarde con la presentación en el Palacio de Condes de Gabia de Federico García Lorca y el grupo de la revista Gallo. El libro, de más de 700 páginas, es un estudio a través de documentos de la familia del autor, quien ha descubierto algunos dibujos, fotografías y cartas inéditas del poeta de Fuente Vaqueros fechadas entre 1926 y 1929. "Mi tío era un chico de segundo orden porque había una jerarquía no establecida en la revista", explica Nicolás Antonio Fernández.

Al principio de la investigación, hace tres décadas, el autor sólo sabía que su tío llegó a Granada en los años 20 procedente de Almuñécar -donde su padre tenía un balneario- y estudió Filosofía y Letras y Derecho. Después, buscando en su biblioteca, comenzaron a aparecer cartas de un tal Federico, "desconocido para mí a los 12 años". Tampoco sabía nada de una revista llamada Gallo en la que escribían gente como Salvador Dalí, Jorge Guillén o Francisco Ayala. "Buscando a Federico me encontré a un poeta extraordinario y a un grupo de amigos que le habían ayudado a embarcarse en una aventura extraordinaria, con la historia de Granada en los años 20 como telón de fondo", continúa el autor.

En el transcurso de su investigación encontró recortes de prensa originales e incluso ejemplares de El Defensor de Granada o del diario Sol "que no están ni en la Hemeroteca Nacional ni en la Casa de los Tiros". Y entre papeles del régimen, "qué mejor sitio para guardarlas", comenzaron a aparecer cartas de Federico García Lorca. También misivas de Joaquín Amigo, Enrique Gómez Arboleya o Álvarez Cienfuegos. "Todas las cartas estaban fechadas entre 1926 y 28, la época de gestación y difusión de la revista", apunta Nicolás Antonio Fernández.

Aquí, el puzzle comenzaba a recomponerse y el autor iba comprendiendo la historia vital de su tío y de sus amigos. Y su familiar, siempre en segunda fila y anónimo, salió por primera vez en los papeles en 1988 cuando Gallego Morell le nombró como el primer asistente a la presentación de Gallo según El Defensor de Granada.

En el libro, Nicolás Antonio Fernández habla también de la tertulia de El Rinconcillo para romper con la tesis de que Gallo se gestó en el bar Alameda."Y no es así", defiende. Es una época en la que García Lorca "ha fracasado" con su primer libro, Impresiones y paisajes, y con su primera representación teatral en Madrid, El maleficio de la mariposa. Corre el año 1926 "y estos chicos le embarcan en la revista para reivindicarle, para demostrar que va a coger el testigo de Juan Ramón por encima de todos sus compañeros de generación, por encima de Cernuda". Además, una tarjeta postal remitida a Almuñécar "destruye todas esas teorías de que Gallo la pagó el padre de Federico porque los gallistas tuvieron que pagar una suscripción".

Pero en el 28, el autor de Romancero gitano se desentiende de la revista coincidiendo con la ruptura con su pareja sentimental y con Buñuel y Dalí. "Ahora se ve que los del 27 no están tan cohesionados como se decía y que la única generación que había en esta época era la revista Gallo", sostiene sobre un grupo de amigos que soñó con otra ciudad. "Estaban hartos de Beethoven y de tanta música alemana y querían música francesa, en pintura están hartos de Morcillo y quieren a Picaso y Dalí, es un movimiento cultural más que una revista".

Sus opiniones están fundamentadas en las cartas enviadas a Almuñécar por gente como Luis Álvarez de Cienfuegos, con continuas referencias a Federico y a la revista. "Enrique Gómez Arboleya le manda a mi tío sus primeras poesías dedicadas y una copia mecanografiada de una conferencia lorquiana que sirvió para inaugurar el Ateneo de Granada en febrero de 1926 consagrada a Luis de Góngora", explica. Pero en el legado de Enrique Mateos Almoguera aparecieron más cosas, como el poema La casada infiel con dedicatoria del propio Lorca. El estudio reúne otros documentos como un folleto de una institución granadina con un dibujo original de Federico dedicado y titulado Amor. El autor 'tropezó' en la biblioteca con una primera edición de Romancero gitano y con un volumen de Impresiones y paisajes que Lorca le dedicó a su tío en 1927. Este libro tiene además una sorpresa en forma de una nueva dedicatoria: 'Cariñosamente para mi amigo Enrique Mateo Almoguera, 1918-1927". Y pegado al ejemplar, una tarjeta de visita de París "con un dibujo precioso". También folletos de la época que no abundan mucho "como uno que habla de un tal Manuel de Falla y de la Orquesta Bética, de un concierto que iba a dar Maurice Ravel, una audición poética presentada por un tal Manuel Machado o una exposición de dibujos de Lorca en Cataluña", enumera. "La gran aspiración de los gallistas era convertir a Federico en Lorca", concluye Nicolás Antonio Fernández.

Federico García Lorca

1898-1936. Poeta y dramaturgo español.
Poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio.
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Como no me he preocupado de nacer, no me preocupo de morir.
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En la bandera de la libertad bordé el amor más grande de mi vida.
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Mira a la derecha y a la izquierda del tiempo y que tu corazón aprenda a estar tranquilo.
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Quiero llorar porque me da la gana.
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El más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza perdida.
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La poesía no quiere adeptos, quiere amantes.
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Tener un hijo no es tener un ramo de rosas.
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Dejaría en este libro toda mi alma.
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El hombre famoso tiene la amargura de llevar el pecho frío y traspasado por linternas sordas que dirigen sobre ellos otros.
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Esta mañana publicaba el periódico El País un largo e interesante artículo de dos páginas donde se descubría el nombre del último amor de Federico García Lorca, al que escribió la que parece su última carta y al que dedicó un poema, hasta ahora ambos documentos inéditos. Se le bautiza en el artículo como el "protagonista último" de los Sonetos del amor oscuro lorquianos y universales. Se llamaba Juan Ramírez de Lucas (Albacete, 1917-Madrid, 2010), periodista y crítico de arte; guardó silencio durante más de 70 años y escondió en una caja de madera todos sus recuerdos lorquianos: dibujos, cartas, un poema, su diario,… Antes de morir entregó a una de sus hermanas su legado para que se hiciera público.
Todos estos datos quedarán ratificados y contextualizados (espero) en una novela de Manuel Francisco Reina titulada Los amores oscuros, que la editorial Temas de Hoy publicará el 22 de mayo. Hasta que aparezca la novela y me pierda por sus páginas intentaré esbozar aquí algunas cosas que no me quedan claras...

Los borradores de los "sonetos oscuros" están la mayoría de ellos fechados en Valencia, a principios de noviembre de 1935 (muchos de ellos escritos en papeles con el membrete del hotel Victoria). Hasta allí se había acercado Lorca, entre otras cosas, al estreno de Yerma con Margarita Xirgu. El 22 de noviembre la actriz y el poeta viajarán a Barcelona, al estreno de Bodas de Sangre; esta vez sí acompañará a Federico su pareja de estos años: Rafael Rodríguez Rapún, una relación que sólo saben sus amigos más íntimos. Lorca y Rapún se conocerán en la primavera de 1933 ya que Rafael era el secretario contable de La Barraca; desde entonces hasta el final. La última fotografía en la que aparecen los dos está fechada en Madrid, el 28 de junio de 1936 en la verbena de San Pedro y San Pablo; Federico sonríe feliz y acaricia la frente a Rafael Rodríguez Rapún, rodeados por varios amigos.
Tres fueron los grandes amores del poeta, de los que quedan bastantes testimonios incluso del propio Lorca: Salvador Dalí, Emilio Aladrén y Rodríguez Rapún. Y a ellos se podría añadir una larga lista de relaciones esporádicas o simples encuentros; me vienen ahora a la cabeza nombres como Philip Cummings, Enrique Amorim, Eduardo Rodríguez Valdivieso, Eduardo Blanco-Amor,... y ahora Juan Ramírez de Lucas. Sí, muchos le conocieron y le trataron, pero de ahí a ser sus grandes amores hay mucho trecho.
Creo que García Lorca en una obra tan impresionante como los Sonetos del amor oscuro seguramente recogerá muchas de sus experiencias amorosas; el amor con mayúsculas, pero también lo erótico y lo carnal. Todos sus amores estarán representados de una manera u otra. Lo que está claro es que Rafael Rodríguez Rapún es el protagonista en estos versos.
El autor de la novela Los amores oscuros -según El País- afirma que “la relación de ambos se rompió antes del viaje de Federico a Nueva York y Uruguay”; obviamente esto no es verdad. Podría citar muchísimos documentos que prueban lo contrario. Creo que no es necesario.
También defiende que "Luis Rosales le entregó a Ramírez de Lucas, años después de la muerte del poeta, una carpeta con todos los sonetos mecanografiados que habían encontrado en la buhardilla de su familia; pensaban que esos documentos debían quedar en su poder”. Esto es falso e imposible. ¿Luis Rosales deshaciéndose de los últimos borradores de Federico? ¿Regalándoselos a un desconocido? ¿A un posible amor? ¿Al dudoso "destinatario" de los versos oscuros? Jamás he oído nada parecido. Ni eso pasó nunca ni es lógico defenderlo. ¿Pruebas? Ninguna.
Entre los papeles guardados por Juan Ramírez han aparecido dos documentos inéditos lorquianos: una carta y un poema. Y esto sí que es realmente lo interesante.
La carta está fechada en Granada, en la Huerta de San Vicente, el 18 de julio de 1936; es la festividad de San Federico. Una carta "amorosa" (dice el periódico) de la que sólo se desvela un pequeño párrafo:
-
“Conmigo cuentas siempre. Yo soy tu mejor amigo y te pido que seas político y no dejes que el río te lleve. Juan: es preciso que vuelvas a reír. A mí me han pasado también cosas gordas, por no decir terribles, y las he toreado con gracia”.
-
¿Dónde está el amor en estas palabras? ¿Sentimientos amorosos o de amistad? Quizá no las han reproducido porque este fragmento no demuestra tal cosa ni "simboliza la pasión de la pareja".
El poema que también guardaba Juan es un inédito lorquiano; su letra es definitoria y muchas de sus imágenes poéticas también. Se lo dedicó Federico cuando ambos viajaban a Córdoba (?); lo escribió "sobre la marcha, en el único papel que llevaban encima, un recibo de la Academia Orad, situada en el número 3 de la madrileña Carrera de San Jerónimo, donde estudiaba Ramírez de Lucas. Se trata del pago del mes de mayo de 1935, por valor de 10 pesetas". Esto dicen sus versos:
-
Aquel rubio de Albacete
vino, madre, y me miró.
¡No lo puedo mirar yo!

Aquel rubio de los trigos
hijo de la verde aurora,
alto, solo y sin amigos
pisó mi calle a deshora.
La noche se tiñe y dora
de un delicado fulgor
¡No lo puedo mirar yo!

Aquel lindo de cintura
dulce galán sin sombrero
sembró por mi noche obscura
su amarillo jazminero.
Tanto me quiere y le quiero
que mis ojos se llevó.
¡No lo puedo mirar yo!

Aquel joven de la Mancha
vino, madre, y me miró.
¡No lo puedo mirar yo!
-
El verso tintado de rojo es una transcripción mía (El País lee "sentí galán sin..."). El sentimiento de gran amor vuelve a brillar por su ausencia... Versos de circunstancia o volanderos, pero versos lorquianos al fin y al cabo.
Espero ansioso la novela donde ojalá todo esto quede aclarado. Novela, que no ensayo; este dato (junto con todo lo demás) no deja de inquietarme.
Ya lo he dicho en varios sitios y lo suscribo: Lorca nos ha dejado su literatura, grande, insustituible; su intimidad, su privacidad, pertenecen al hombre. Es verdad que su homosexualidad está en el germen de su obra, de su vida y lamentablemente de su muerte; pero esto empieza a ser ya una especie de culebrón, como si fuese uno más de esos personajes que salen en programas de televisión contando y vendiendo sus miserias. Muchos se preguntan desde hace años dónde está Lorca; ¿han intentado buscarlo en su obra? 
El escritor uruguayo, Enrique Amorim, junto a García Lorca en 1934.

El escritor uruguayo, Enrique Amorim, junto a García Lorca en 1934.

La historia comienza con una fecha y un lugar: Salto (Uruguay), 1953. Un hombre compungido lee un discurso en recuerdo de Federico García Lorca, asesinado en agosto de 1936 y, supuestamente, enterrado en la fosa común de Víznar, en Granada. El hombre lloroso cierra la ceremonia con el entierro de una lápida de 3x2 metros y unas palabras que dicen: "Aquí, en un modesto pliegue del suelo que me tendrá preso para siempre, está Federico".
De este homenaje apenas quedan escritos. Ningún periódico reflejó el tributo. Sólo permanece en las memorias inéditas y la correspondencia del uruguayo Enrique Amorim, el hombre que lloraba a Lorca. Un intelectual y comunista que, a pesar de haberse rodeado del ambiente cultural y bohemio de los años veinte y treinta en Buenos Aires, en los cincuenta había caído en el olvido.
En 1953, su amigo le hizo un homenaje en Uruguay con una lápida
Su recuerdo ha sido rescatado ahora por el escritor Santiago Roncagliolo en el libro El amante uruguayo. Una historia real (editorial Alcalá). No obstante, la duda sigue siendo enorme. Sin fuentes oficiales, sin una constatación por parte de la familia de García Lorca, ¿hasta qué punto es verídico este entierro? ¿Son especulaciones? "Hay indicios de que este hombre había enterrado el cadáver de Lorca, pero también es cierto que, aunque Amorim dejó muchos indicios, también dejó muchos enigmas y hechos falsos. La historia más fascinante no es ya la de la tumba, sino la del personaje", señala el escritor. De hecho, para el autor de Memorias de una dama, el relieve de Amorim radica en que "fue el primero que supo de la importancia del cuerpo de Lorca, lo que ocurre es que aún estaban en los años cincuenta y no estaba claro qué podía pasar".

Ser gay en los años treinta

En el libro, Roncagliolo recorre con aires novelescos la figura de un hombre que conoció a Lorca y que llegó a intimar con él. Data sus días juntos en Buenos Aires y Montevideo allá por 1934, cuando el poeta vivía en una ebriedad de éxito continuo gracias a los aplausos de las representaciones de Bodas de sangre, mientras Amorim, siempre ávido de celebridad, intentaba obtener los galones de la gloria. "Hay una carta que conserva la Fundación García Lorca sobre esta relación bastante explícita. Yo creo que Amorim estaba más enamorado de Lorca que al contrario. Buena parte de la historia de Amorim es un intento por colarse en la historia de Lorca ", admite Roncagliolo.
"Existen indicios y enigmas de este funeral", dice el autor de la biografía
Esta biografía transita también por dos afluentes de la historia que resultan fascinantes, a juicio del propio Roncagliolo: el ambiente homosexual en los años treinta en Latinoamérica y la politización de muchos escritores, como Pablo Neruda, tras la muerte del poeta.
"La homosexualidad no era un tema del que se hablase en Argentina. Lorca lo llevaba con discreción. De hecho, en pleno éxito, las chicas se subían a la habitación de su hotel, errando el tiro, claro. Y sus amigos, a su vez, negaban que fuera homosexual", sostiene Roncagliolo. También Amorim ocultó su orientación sexual casándose con Esther, prima de Jorge Luis Borges. "No era tan raro que los homosexuales se casasen con mujeres que no querían un matrimonio, sino la independencia", apostilla el escritor.
Sobre la política, Roncagliolo señala que el asesinato de Lorca cambió la vida de muchos escritores: "Neruda era un apolítico y, de repente, matan a su amigo. Y a Amorim le ocurrió lo mismo. Ambos se vieron abocados al comunismo. Y es curioso que todos los Nobel latinoamericanos han defendido ideas políticas concretas. Esta figura política la inventa Neruda", afirma. Y también, para Amorim, la muerte de su amante. Granada ama lo diminuto. Y en general toda Andalucía. El lenguaje del pueblo pone los verbos en diminutivo. Nada tan incitante para la confidencia y el amor. Pero los diminutivos de Sevilla y los diminutivos de Málaga son ciudades en las encrucijadas del agua, ciudades con sed de aventura que se escapan al mar. Granada, quieta y fina, ceñida por sus sierras y definitivamente anclada, busca a sí misma sus horizontes, se recrea en sus pequeñas joyas y ofrece en su lenguaje diminutivo soso, su diminutivo sin ritmo y casi sin gracia, si se compara con el baile fonético de Málaga y Sevilla, pero cordial, doméstico, entrañable. Diminutivo asustado como un pájaro, que abre secretas cámaras de sentimiento y revela el más definido matiz de la ciudad.
El diminutivo no tiene más misión que la de limitar, ceñir, traer a la habitación y poner en nuestra mano los objetos o ideas de gran perspectiva.
Se limita el tiempo, el espacio, el mar, la luna, las distancias, y hasta lo prodigioso: la acción.
No queremos que el mundo sea tan grande ni el mar tan hondo. Hay necesidad de limitar, de domesticar los términos inmensos.
Granada no puede salir de su casa. No es como las otras ciudades que están a la orilla del mar o de los grandes ríos, que viajan y vuelven enriquecidas con lo que han visto. Granada, solitaria y pura, se achica, ciñe su alma extraordinaria y no tiene más salida que su alto puesto natural de estrellas. Por eso, porque no tiene sed de aventuras, se dobla sobre sí misma y usa del diminutivo para recoger su imaginación, como recoge su cuerpo para evitar el vuelo excesivo y armonizar sobriamente sus arquitecturas interiores con las vivas arquitecturas de la ciudad.
Por eso la estética genuinamente granadina es la estética del diminutivo, la estética de las cosas diminutas.
Las creaciones justas de Granada son el camarín y el mirador de bellas y reducidas proporciones. Así como el jardín pequeño y la estatua chica.
Lo que se llaman escuelas granadinas son núcleos de artistas que trabajan con primor obras de pequeño tamaño. No quiere esto decir que limiten su actividad a esta clase de trabajo; pero, desde luego, es lo más característico de sus personalidades.
Se puede afirmar que las escuelas de Granada y sus más genuinas representantes son preciosistas. La tradición del arabesco de la Alhambra, complicado y de pequeño ámbito, pesa en todos los grandes artistas de aquella tierra. El pequeño palacio de la Alhambra, palacio que la fantasía andaluza vio mirando con los gemelos al revés, ha sido siempre el eje estético de la ciudad. Parece que Granada no se ha enterado de que en ella se levantan el palacio de Carlos V y la dibujada catedral. No hay tradición cesárea ni tradición de haz de columnas. Granada todavía se asusta de su gran torre fría y se mete en sus antiguos camarines, con una maceta de arrayán y un chorro de agua helada, para labrar en dura madera pequeñas torres de marfil.
La tradición renacentista, con tener en la urbe bellas muestras de su actividad, se despega, se escapa o, burlándose de las proporciones que impone la época, construye la inverosímil torrecilla de Santa Ana: torre diminuta, más para palomas que para campanas, hecha con todo el garbo y la gracia antigua de Granada.
En los años en que renace el arco del triunfo, labra Alonso Cano sus virgencitas, preciosos ejemplares de virtud y de intimidad. Cuando el castellano es apto para describir los elementos de la Naturaleza y flexible hasta el punto de estar dispuesto para las más agudas construcciones místicas, tiene Fray Luis de Granada delectaciones descriptivas de cosas y objetos pequeñísimos.
Es Fray Luis quien, en la Introducción al símbolo de la fe, habla de cómo resplandece más la sabiduría y providencia de Dios en las cosas pequeñas que en las grandes. Humilde y preciosista, hombre de rincón y maestro de miradas, como todos los buenos granadinos.
En la época en que Góngora lanza su proclama de poesía pura y abstracta, recogida con avidez por los espíritus más líricos de su tiempo, no podía Granada permanecer inactiva en la lucha que definía una vez más el mapa literario de España. Soto de Rojas abraza la estrecha y difícil regla gongorina; pero, mientras el sutil cordobés juega con mares, selvas y elementos de la Naturaleza, Soto de Rojas se encierra en su Jardín para descubrir surtidores, dalias, jilgueros y aires suaves. Aires moriscos, medio italianos, que mueven todavía sus ramas, frutos y boscajes de su poema.
En suma: su característica es el preciosismo granadino. Ordena su naturaleza con un instinto de interior doméstico. Huye de los grandes elementos de la Naturaleza, y prefiere las guirnaldas y los cestos de frutas que hace con sus propias manos. Así pasó siempre en Granada. Por debajo de la impresión renacentista, la sangre indígena daba sus frutos virginales.
La estética de las cosas pequeñas ha sido nuestro fruto más castizo, la nota distinta y el más delicado juego de nuestros artistas. Y no es obra de paciencia, sino obra de tiempo; no obra de trabajo, sino obra de pura virtud y amor. Esto no podía suceder en otra ciudad. Pero sí en Granada.
Granada es una ciudad de ocio, una ciudad para la contemplación y la fantasía, una ciudad donde el enamorado escribe mejor que en ninguna otra parte el nombre de su amor en el suelo. Las horas son allí más largas y sabrosas que en ninguna otra ciudad de España. Tiene crepúsculos complicados de luces constantemente inéditas que parece no terminarán nunca.
Sostenemos con los amigos largas conversaciones en medio de sus calles.
Vive con la fantasía. Está llena de iniciativas, pero falta de acción.
Sólo en la ciudad de ocios y tranquilidades puede haber exquisitos catadores de aguas, de temperaturas y de crepúsculos, como los hay en Granada.
El granadino está rodeado de la naturaleza más espléndida, pero no va a ella. Los paisajes son extraordinarios; pero el granadino prefiere mirarlos desde su ventana. Le asustan los elementos y desprecia el vulgo voceador, que no es de ninguna parte. Como es hombre de fantasía, no es, naturalmente, hombre de valor. Prefiere el aire suave y frío de su nieve al viento terrible y áspero que se oye en Ronda, por ejemplo, y está dispuesto a poner su alma en diminutivo y traer al mundo dentro de su cuarto. Sabiamente se da cuenta de que así puede comprender mejor. Renuncia a la aventura, a los viajes, a las curiosidades exteriores; las más veces renuncia al lujo, a los vestidos, a la urbe.
Desprecia todo esto y engalana su jardín. Se retira consigo mismo. Es hombre de pocos amigos. (¿No es proverbial en Andalucía la reserva de Granada?)
De esta manera mira y se fija amorosamente en los objetos que lo rodean. Además, no tiene prisa. Quizá por esta mecánica los artistas de Granada se hayan deleitado en labrar cosas pequeñas o describir mundos de pequeño ámbito. Se me puede decir que éstas son las condiciones más aptas para producir una filosofía. Pero una filosofía necesita una constancia y un equilibrio matemático, bastante difícil en Granada. Granada es apta para el sueño y el ensueño. Por todas partes limita con lo inefable. Y hay mucha diferencia entre soñar y pensar, aunque las actitudes sean gemelas. Granada será siempre más plástica que filosófica. Más lírica que dramática. La sustancia entrañable de su personalidad se esconde en los interiores de sus casas y de su paisaje. Su voz es una voz que baja de un miradorcillo o sube de una ventana oscura. Voz impersonal, aguda, llena de una inefable melancolía aristocrática. Pero ¿quién la canta? ¿De dónde ha salido esa voz delgada, noche y día al mismo tiempo?
Para oírla hay necesidad de entrar en los pequeños camarines, rincones y esquinas de la ciudad. Hay que vivir su interior sin gente y su soledad ceñida. Y lo más admirable: hay que hurgar y explorar nuestra propia intimidad y secreto, es decir, hay que adoptar una actitud definidamente lírica.
Hay necesidad de empobrecerse un poquito, de olvidar nuestro nombre, de renunciar a eso que han llamado las gentes personalidad.
Todo lo contrario que Sevilla. Sevilla es el hombre y su complejo sensual y sentimental. Es la intriga política y el arco de triunfo. Don Pedro y Don Juan. Está llena de elemento humano, y su voz arranca lágrimas, porque todos la entienden. Granada es como la narración de lo que ya pasó en Sevilla.
Hay un vacío de cosa definitivamente acabada.
Comprendiendo el alma íntima y recatada de la ciudad, alma de interior y jardín pequeño, se explica también la estética de muchos de nuestros artistas más representativos y sus característicos procedimientos.
Todo tiene por fuerza un dulce aire doméstico; pero, verdaderamente, ¿quién penetra esta intimidad? Por eso, cuando en el siglo XVII un poeta granadino, don Pedro Soto de Rojas, de vuelta de Madrid, lleno de pesadumbre y desengaños, escribe en la portada de un libro suyo estas palabras: "Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos», hace, a mi modo de ver, la más exacta definición de Granada: Paraíso cerrado para muchos.

Federico García Lorca en su casa

Federico García Lorca desarrolló una teoría estética donde despliega sus ideas acerca del proceso de creación artística: "El teatro y la teoría del Duende", conferencia dictada primero en Buenos Aires y luego en La Habana, en el año 1933. Aquí, Lorca manifiesta que el gran arte depende de un conocimiento cercano de la muerte, de la conexión con los orígenes de una nación y de un reconocimiento de las limitaciones del raciocinio.
El “duende”, para los andaluces, alude a la interpretación subliminal de la tauromaquia (el arte de los toros) así como de cualquier otro fenómeno como el baile o el cante. Estas manifestaciones transportan al artista a una experiencia “de la muerte”, ya que evadirse del tiempo implica tocar el fin de la existencia. El arte que nace de la mera reproducción de formas es opuesto al “arte del duende”. Según Lorca, la obra de arte inspirada por el duende nos comunica la esencia del mundo, como sucede con la música de los cantaores flamencos.

CONFERENCIA: “JUEGO Y TEORÍA DEL DUENDE ”, FEDERICO GARCÍA LORCA

"Señoras y señores:
Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta 1928, en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído en aquel refinado salón, donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la vieja aristocracia española, cerca de mil conferencias.
Con ganas de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación.
No. Yo no quisiera que entrase en la sala ese terrible moscardón del aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler.
De modo sencillo, con el registro que en mi voz poética no tiene luces de maderas, ni recodos de cicuta, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironías, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.
El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalete, Sil o Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: «Esto tiene mucho duende». Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: «Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende».
En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: «Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo»; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: «¡Ole! ¡Eso tiene duende!», y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: «Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende». Y no hay verdad más grande.
Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: «Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica».
Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: «El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies». Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.
Este «poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica» es, en suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.
Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía.
No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos.
Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra.
El ángel guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel, y previene como San Gabriel.
El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson, ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado.
La musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuve que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda. Como en el caso de Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisaje de columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un bono de agudas aristas y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden las musas que hay en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.
Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo aprendió de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.
Y rechazar al ángel y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la fragancia de violetas que exhale la poesía del siglo XVIII y al gran telescopio en cuyos cristales se duerme la musa enferma de límites.
La verdadera lucha es con el duende.
Se saben los caminos para buscar a Dios, desde el modo bárbaro del eremita al modo sutil del místico. Con una torre como Santa Teresa, o con tres caminos como San Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías: «Verdaderamente tú eres Dios escondido», al fin y al cabo Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego.
Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún; o que desnuda a Mosén Cinto Verdaguer con el frío de los Pirineos, o lleva a Jorge Manrique a esperar a la muerte en el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautréamont en la madrugada del boulevard.
Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberlo, como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin duende; pero basta fijarse un poco, y no dejarse llevar por la indiferencia, para descubrir la trampa y hacerle huir con su burdo artificio.
Una vez, la «cantaora» andaluza Pastora Pavón, La niña de los peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.
Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: «¿Cómo no trabajas?»; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: «¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?».
Allí estaba Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo, el imponente ganadero don Pablo Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: «¡Viva París!», como diciendo. «Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa».
Entonces La Nina de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos, cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.
La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y como cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.
La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.
En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos «¡Alá, Alá!», «¡Dios, Dios!», tan cerca del «¡Olé!» de los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de «¡Viva Dios!», profundo, humano, tierno grito de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina, evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el rarísimo poeta del XVII Pedro Soto de Rojas a través de siete jardines o la de Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.
Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una autentica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba por el suelo sus alas de cuchillos oxidados.
Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.
Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar, gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano O Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una aura serpiente de oro levantado. Lo que pasaba era que, efectivamente, encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.
Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa; y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene permanentemente ángel, España está en todos tiempos movida por el duende, como país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte, como país abierto a la muerte.
En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino, que dice:
La sangre de mis entrañas
cubriendo el caballo está.
Las patas de tu caballo
echan fuego de alquitrán...
Al reciente mozo de Salamanca, muerto por el toro, que clama:
Amigos, que yo me muero;
amigos, yo estoy muy malo.
Tres pañuelos tengo dentro
y este que meto son cuatro...
Hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.
La cuchilla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchonas de los pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos, y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces perceptibles para un espíritu alerta, que nos llama la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con nuestra sierra, lleno de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivieso, no es un azar el que de toda la balada europea se destaque esta amada española:
—Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me miras, di?
—Ojos con que te miraba
a la sombra se los di
—Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me besas di?
—Labios con que te besaba
a la sierra se los di.
—Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me abrazas, di?
—Brazos con que te abrazaba
de gusanos los cubrí.
Ni es extraño que en los albores de nuestra lírica suene esta canción:
Dentro del vergel
moriré
dentro del rosal
matar me han.
Yo me iba, mi madre,
las rosas coger,
hallara la muerte
dentro del vergel.
Yo me iba, madre,
las rosas cortar,
hallara la muerte
dentro del rosal.
Dentro del vergel
moriré,
dentro del rosal
matar me han.
Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benaventes en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro ln Recort tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española. En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país.
Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta o levanta un plinto o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas. Bajo el arco truncado de la oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que pintaron los italianos del XV y llama al seguro gallo de Lucrecio para que espante sombras imprevistas.
Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, y en las de Bécquer y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!
En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.
Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.
La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales.
Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada Santa Teresa, flamenca no por atar un toro furioso y darle tres pases magníficos, que lo hizo; no por presumir de guapa delante de fray Juan de la Miseria ni por darle una bofetada al Nuncio de Su Santidad, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del Amor libertado del Tiempo.
Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de los ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el sueño y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran rey.
Hemos dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.
En España (como en los pueblos de Oriente, donde la danza es expresión religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adore y se sacrifica a un Dios.
Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto. Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda.
El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder una muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino, da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.
Pero imposible repetirse nunca, esto es muy interesante de subrayar. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.
En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta.
El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego.
Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística.
El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos.
Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española.
España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.
El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope.
El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en Calatayud o Teruel es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a rodar a puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.
Cuando llueve saca a Velázquez enduendado, en secreto, detrás de sus grises monárquicos; cuando nieva hace salir a Herrera desnudo para demostrar que el frío no mata; cuando arde, mete en sus llamas a Berruguete y le hace inventar un nuevo espacio para la escultura.
La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de San Juan de la Cruz, cuando el ciervo vulnerado
por el otero asoma.
La musa de Gonzalo de Berceo y el ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte. La musa de Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el duende que llora lágrimas de sangre de Mena y el duende con cabeza de toro asirio de Martínez Montañés, como la melancólica musa de Cataluña y el ángel mojado de Galicia han de mirar, con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca que pasta con normas de cielo barrido y sierra seca.
Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno, y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.
Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero todos unen raíces en un punto de donde manan los sonidos negros de Manuel Torres, materia última y fondo común incontrolable y estremecido de leño, son, tela y vocablo.
Sonidos negros detrás de los cuales están ya en tierna intimidad los volcanes, las hormigas, los céfiros y la gran noche apretándose la cintura con la Vía láctea.
Señoras y señores: He levantado tres arcos y con mano torpe he puesto en ellos a la musa, al ángel y al duende.
La musa permanece quieta; puede tener la túnica de pequeños pliegues o los ojos de vaca que miran en Pompeya a la narizota de cuatro caras con que su gran amigo Picasso la ha pintado. El ángel puede agitar cabellos de Antonello de Mesina, túnica de Lippi y violín de Massolino o de Rousseau.
El duende... ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas."

1 comentario:


  1. Entre italiano
    y flamenco,
    ¿cómo cantaría
    aquel Silverio?
    La densa miel de Italia
    con el limón nuestro,
    iba en el hondo llanto
    del siguiriyero.
    Su grito fue terrible.
    Los viejos
    dicen que se erizaban
    los cabellos,
    y se abría el azogue
    de los espejos.
    Pasaba por los tonos
    sin romperlos.
    Y fue un creador
    y un jardinero.
    Un creador de glorietas
    para el silencio.
    Ahora su melodía
    duerme con los ecos.
    Definitiva y pura
    ¡Con los últimos ecos!

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